Investigaciones literarias en la narrativa mexicana contemporánea

Figuras del lector en explorador del olvido

Enquêtes littéraires dans le roman mexicain contemporain : figures du lecteur en arpenteur de l’oubli

Literary Investigations in Contemporary Mexican Novels: Figures of the Reader as Explorer of Oblivion

DOI : 10.52497/kairos.303

Résumés

Resumen : Siguiendo los pasos de Ricardo Piglia y Roberto Bolaño, varios autores latinoamericanos de principios del siglo XXI se reapropiaron el tema de la investigación y búsqueda literaria, variaciones alrededor del autor olvidado, el texto perdido, los fantasmas de la literatura. Se trata ante todo de trabajar una estructura – la de la búsqueda, del desciframiento de huellas, de la interpretación de signos – que ya no es exclusiva del género policial o de la novela negra y puede trasladarse a otros contextos. Al centro de la investigación policial está un crimen, en la del detective literario hay un vacío, una ausencia de datos, una desaparición, un manuscrito perdido que son el punto de partida de los detectives literarios del México contemporáneo. El investigador es un lector que habla con los difuntos y navega en las aguas turbias del olvido, este abismo en el cual todas las obras terminan por caer. Seguiremos algunas pistas dibujadas por esos personajes habitados por la obsesión de lo perdido.
En la primera novela de Daniel Saldaña París, un académico sigue las huellas de un oscuro poeta boxeador desaparecido en México a principios del siglo pasado, inspirado de Arthur Cravan, y termina enredado en una épica del absurdo que lo salvará del tedio que domina su vida. Valeria Luiselli cuenta en Los Ingravidos las existencias paralelas de dos exiliados mexicanos en Nueva York: una traductora joven amenazada por la invisibilidad y el fantasma de Gilberto Owen que encuentra en sus paseos en el inframundo. Juan Villoro explora la figura del testigo en una novela compleja cuyo protagonista, un profesor de regreso de una larga estancia en Europa, enfrenta los espectros de su pasado y del pasado mexicano al momento de investigar la vida y obra de López Velarde. Estas novelas descifran las sombras del pasado en nuestro presente de manera inquietante, mostrando cuánto nuestra realidad está habitada por la barbarie que la fundó y poniendo en escena el devenir espectral de los que se asoman al pozo del olvido.

Résumé : Inspirés par l’œuvre de Ricardo Piglia et celle de Roberto Bolaño et leur construction de détectives littéraires, plusieurs auteurs du début du XXIe siècle se sont réapproprié le thème de l’enquête et de la quête de l’auteur oublié, du texte perdu, des fantômes de la littérature. Il s’agit surtout de l’utilisation d’une structure – celle de la recherche, de la poursuite des traces, de l’interprétation des signes – qui n’est plus réservée au genre policier ou au roman noir et qui est utilisée ici dans un autre contexte. Au centre de la quête du détective policier se trouve un crime, au centre de celle du détective littéraire se trouve un vide. C’est une absence de données, une disparition, un manuscrit perdu qui sont le point de départ des détectives littéraires du Mexique contemporain. L’enquêteur est un lecteur qui parle aux absents et navigue dans les eaux troubles de l’oubli, cet abîme dans lequel finissent par tomber inévitablement toutes les œuvres. On suivra ici quelques pistes dessinées par ces personnages hantés par la menace du néant.
Dans le premier roman de Daniel Saldaña París, un professeur universitaire part sur les traces d’un obscur poète boxeur disparu au Mexique au début du siècle inspiré par Arthur Cravan, se trouve pris dans une épique de l’absurde qui le sortira de son ennui de vivre. Valeria Luiselli raconte dans Los ingrávidos, des êtres sans gravité, les vies parallèles de deux Mexicains exilés à New York : une jeune traductrice qui se sent devenir invisible et sa quête du fantôme de Gilberto Owen. Juan Villoro explore la figure du témoin dans un roman à la construction complexe dont le protagoniste, un professeur de retour d’Europe, se confronte aux spectres de son propre passé et à ceux de l’histoire du Mexique tout en travaillant sur l’interprétation de la vie et l’œuvre de López Velarde. Ces romans déchiffrent les ombres du passé dans le présent de manière inquiétante, en montrant combien notre réalité est habitée par la barbarie qui l’a construite, et en mettant en scène le devenir fantôme de ceux qui se penchent au-dessus du puits de l’oubli.

Abstract: Inspired by the construction of literary detectives in the works of Ricardo Piglia and Roberto Bolaño, several Mexican writers of the beginning of the XXIst century revisit the topic of the investigation and quest of the forgotten writer, the lost text, the ghosts of literature. They repetitively use a structure – the pattern of the research, of following traces, interpret sign – that is no more an exclusive form of the detective novel and is displaced in other contexts. At the center of the quest of the literary detective there is no crime any more but an absence, an emptiness. What triggers the investigations of the characters of those contemporary novels is the absence of facts, an author’s disappearance, a lost manuscripts. The investigator is a reader who talks to the departed and navigates the murky waters of oblivion, this abyss in which all works inevitably end up. This paper will follow some leads drawn by those characters haunted by the threat of emptiness.
In Daniel Saldaña París’s first novel, a university professor follows the tracks and traces of an obscure poet and boxer who disappeared in Mexico at the beginning of the past century, inspired by Arthur Cravan, and will be taken up in an absurd epical adventure that will save him from the boredom of his life. Valeria Luiselli tells in Faces in the crowd (Los ingrávidos) the parallel lives of two Mexican exiles in New York: a young translator obsessed by her own invisibility and the ghost of Gilberto Owen. Juan Villoro explores the figure of the witness in a complex novel whose main character, another professor back from exile in Europe, meets the specters of his past and the Mexican historical past, while working on the life and works of the poet López Velarde. Those narratives decipher the shadows of the past in the present in a disturbing way, showing how deeply our reality is inhabited by the violence that made it possible, and imagining the transformation of the characters who look into the well of oblivion into ghosts themselves.

Index

Mots-clés

auteurs oubliés, détective littéraire, figure du lecteur, littérature mexicaine contemporaine, Saldaña París (Daniel), Valeria Luiselli (Valeria), Villoro (Juan)

Palabras claves

literatura mexicana contemporánea, figuras del lector, detective literario, autores olvidados, Villoro (Juan), Valeria Luiselli (Valeria), Saldaña París (Daniel)

Plan

Texte

Leer agujeros es entender que los huecos que llagan un texto son también una escritura. Es poner el dedo en la llaga y decir llaga. Leer un agujero como quien observa, a través de la mirilla de la puerta, que detrás de la puerta ya no hay nadie.
Luis Felipe Fabre, Leyendo agujeros.

En los últimos diez años, hemos podido observar en la escena literaria latinoamericana, al margen de una consolidación y diversificación de la polémicamente llamada narcoliteratura que explora el territorio de la ultra violencia cotidiana, la aparición, o el retorno, de varios personajes de detectives literarios en la ficción, figuras enigmáticas de descifradores del presente y del pasado que intentan darle sentido al caos contemporáneo a partir de un trabajo de interpretación. Muy cercanos a los detectives de la novela negra, que leen la historia a partir del crimen, los detectives literarios desenredan los hilos de tramas tejidas de memoria y de olvido y encuentran silencios y relatos que no siempre se esperaban. En las literaturas de las postdictaduras, la investigación literaria dentro de la ficción se inscribía en una tradición de denuncia y de reflexión sobre las relaciones entre historia y ficción, las luchas de poder que entran en juego al momento de construir una versión del pasado y de entender el presente. Aunque México no haya vivido ninguna dictadura militar, sí ha sido dominado por un partido político único durante 70 años y ha sido lugar de abusos de poder, desapariciones forzadas, represión y permitió la instalación de un régimen neoliberal plagado por las desigualdad y la violencia. Una relectura crítica del pasado ha sido el propósito general de la nueva novela histórica hispanoamericana y ha influenciado gran parte de la narrativa contemporánea. La imposibilidad de narrar el pasado traumático coloca esos textos en un movimiento de resistencia a la amnesia sin dejar de insistir en el carácter problemático de la memoria. En la literatura mexicana de la primera década del siglo XXI1, siguiendo la senda de los detectives salvajes o de los profesores universitarios de Bolaño, encontramos manifestaciones de las mismas inquietudes en tres novelas que exponen y exploran los modos de construcción de la historia literaria. El testigo de Juan Villoro (2004), Los ingrávidos de Valeria Luiselli (2011) y En medio de extrañas víctimas de Daniel Saldaña París (2013) son habitadas por personajes que agarran la investigación literaria como una guía para escapar a un presente de alienación e inercia. Investigar temas literarios del pasado remite para ellos a cazar fantasmas, a encontrarse con espectros que son a la vez compañeros de soledad y espejos. Quise reunirlas en esta reflexión para describir y analizar de qué manera cada una de esas novelas trabaja el tema del olvido, pensando encontrarme con algo parecido al trabajo de duelo descrito en las “alegorías de la derrota” de Idelber Avelar (Avelar, 2000). Sin embargo la inmersión en una lectura crítica de esos textos reveló otras líneas de investigación que indican más bien que esas narraciones se escriben desde un más allá de la derrota, como si la imposibilidad de narrar ya no fuese un horizonte contra el cual luchar sino una evidencia integrada como natural. Literatura espectral más que espectros de la literatura.

Figuras del lector en fantasma

Las novelas contemporáneas que tienen como protagonistas principales detectives literarios – académicos, periodistas, traductores, es decir lectores profesionales2—son herederas, más que de la novela negra o detectivesca, de varias tradiciones: la del ensayo literario que entrelaza anécdotas biográficas, consideraciones históricas y interpretación de las obras, la nueva novela histórica latinoamericana de finales del siglo XX y la novela de campus con sus polémicas teóricas y las aventuras del deseo que rodean el debate de ideas. Lo que permite a estas novelas articular estas tradiciones es la cuestión de la interpretación como herramienta para leer y entender la historia (individual y colectiva). Juan Villoro explica en una entrevista porqué le interesa la figura del testigo : « Me gusta la discusión entre los hechos reales y su interpretación desde la ficción » (Bradu, 115). La aparición recurrente en la escena literaria latinoamericana de nuestro principio de siglo de investigadores literarios me parece ser un fenómeno interesante en relación a la necesidad de reflexionar, dentro de la ficción, sobre el quehacer de los que construyen las genealogías literarias y sobre las relaciones que mantiene la estética con la política3. Ricardo Piglia y Roberto Bolaño han sido, entre otros, los referentes de esa corriente literaria que interroga, desde la ficción, las formas de narrar una historia, y por consecuente las formas de narrar la historia. Crearon personajes de investigadores literarios que se sitúan en el cruce entre el acontecimiento y el discurso sobre el acontecimiento, demostrando que el mismo discurso se transforma en realidad. Como lo analiza Idelber Avelar, en el trabajo de Piglia se trata de indagar la cuestión de la narración desde un punto crítico, un punto de ruptura en el cual aparece la doble naturaleza del discurso de ficción, a la vez recreación e interpretación :

Y Respiración artíficial no es sino una novela acerca de los límites del narrar. En ambos relatos, algo une la historia y la literatura; se trata de dos artes del desciframiento. Narrar y hacer política son dos métodos de adivinar o fabricar el futuro en el intento desesperado de no citar o repetir el pasado (Avelar, 1995, 420).

Cabe precisar que estas narraciones que investigan las posibilidades de narrar en tiempos de duda epistemológica se inscriben en la crisis permanente de la representación y del sentido que socava cada empresa de escritura en América latina desde el fracaso del proyecto intelectual del boom, visto como esperanza moderna de la capacidad del arte de intervenir en la realidad.

La empresa misma de la literatura parece haber llegado, a partir de la crisis de esa relación constitutiva con el nombre propio que siempre le ha caracterizado, a una situación tendencial de guetoización irreversible. En este sentido, el duelo postdictatorial sería también un duelo por lo literario (Avelar, 2000, 192).

La preeminencia de esa era de la sospecha se manifiesta de manera muy evidente en la construcción de los narradores y protagonistas de las tres novelas que nos ocupan: son voces inseguras y con poca voluntad, voces resilientes al final porque siguen diciendo algo, terminan componiendo un discurso articulado, pero siempre de manera fragmentada y provisional, conscientes de las últimas consecuencias y de la amenaza de la duda, la de cancelarlos sencillamente. Ya no son exactamente los sobrevivientes que viven para contar la catástrofe por la cual han pasado sino los herederos de un mundo en ruinas. El México contemporáneo está lleno de fantasmas, desde las voces silenciadas a golpes de la insurrección de los años 70 hasta las víctimas de la reciente « guerra contra el narcotráfico », una pesada carga de muerte y silencio que el presente anda arrastrando. Hay muchas presencias espectrales en esas novelas protagonizadas por mexicanos a principios del siglo XXI, empezando por la existencia misma de los personajes o narradores principales que, lejos de tener una identidad definida, dudan de su propio lugar en el mundo.

En las tres novelas, el protagonista investigador está en una situación de exilio. Se trata de un testigo que explora varias capas temporales en una vivencia personal de descentramiento. Quizás se hizo necesaria esta postura subjetiva de distancia para que la mirada del investigador sea, como la del detective según Piglia, la de un outsider, un personaje que participa a la historia de manera ligeramente excéntrica (Piglia, 2005, 86). Al dejar atrás la tierra conocida, también se hace evidente para el exiliado, el viajero, que las propias referencias pueden ser movedizas y que cambiar de posición, de postura interpretativa cambia necesariamente el ángulo de la interpretación. Aquí la lucidez obligada del personaje que se sitúa en un margen se identifica a la perspicacia del intelectual, el que ve con otros ojos. Por otro lado, la situación de la migración es una condición que ubica los personajes en una postura de extranjería, entres dos vidas, una vida pasada que está cancelada en el nuevo país carente de referencias y una vida por hacer incógnita. Podrían percibir la migración como una oportunidad de reinventarse, en cierta medida en los momentos felices de la trama los personajes logran percibir esa posibilidad, pero lo que más les define es la sensación de no-existencia, de perdida y olvido. Recuerdan al personaje de Bolaño, el profesor argentino desterrado en Santa Teresa, ciudad del desierto de Sonora, evocando tristemente et con resignación su condición de emigrado:

El exilio debe de ser algo terrible – dijo Norton, comprensiva.
– En realidad, dijo Amalfitano – ahora lo veo como un movimiento natural, algo que, a su manera, contribuye a abolir el destino o lo que comúnmente se considera el destino.
— Pero el exilio – dijo Pelletier – está lleno de inconvenientes, de saltos y rupturas que más o menos se repiten y que dificultan cualquier cosa importante que uno se proponga hacer.
– Ahí precisamente radica – dijo Amalfitano – la abolición del destino. Y perdonen otra vez (Bolaño, 2004, 157).

Lo que quiere decir Amalfitano con esas frases enigmáticas es que el exilio es una pequeña muerte, una preparación a la cancelación definitiva, y por eso no es terrible sino natural, sólo tiene el carácter terrible y cruel de la naturaleza. Me parece que los protagonistas de las novelas de Villoro, Saldaña París y Luiselli tienen mucho en común con Amalfitano: son hombres y mujeres grises, burócratas perdidos en los corredores infinitos de la administración cultural mexicana o investigadores marginales de poetas que nadie lee, pero más que todo, son muertos en vida. Son sombras que andan en busca de alguna luz que les de sentido, y en este respeto se parecen a las figuras que investigan. ¿Será porque viven en un mundo saturado de información, de datos, de pasado, por el peso de los muertos que estos personajes están paralizados? La memoria ocupa el espacio, deslumbra, impide la acción, incapacita el sujeto, como lo nota Yves Pagès en un libro compuesto de fragmentos de recuerdos :

De ne pas oublier que sans la faculté d’oubli nous ne serions qu’archives mémorielles en tout et pour tout, à tel point saturés par l’omniscience du passé qu’il ne resterait dans nos zones de stockage neuronal plus aucun espace libre pour penser à vivre la suite4.

Esta parálisis de la voluntad se transmite también a la relación que entretienen con el pasado: son investigadores involuntarios. Para nada quisieran cargar con la misión de buscar alguna verdad o desvelar algún misterio que hubiera quedado sepultado. Por un lado, se trata de personajes que preferirían olvidar el pasado pero que no pueden, acosados por espectros, que buscan en el olvido una salvación. La memoria les llega de modo involuntario, al principio, como una obsesión, y luego se despiertan a la necesidad de completar lo que ha sido dejado en blanco. Por otro lado, la historia que investigan es la de seres olvidados, escritores menores o caídos en desgracia, desde un presente que, además, hace poco caso a los libros. Bucear en el mar de olvido de los márgenes de la historia sin embargo les parece lo más natural ya que ellos mismos se consideran como seres marginales que no logran adaptarse a las condiciones de su presente. El profesor Marcelo Valente de Daniel Saldaña París se dedica de manera automática a investigar una figura de la vanguardia, « quizás no era muy original, ni muy emocionante, pero era un proyecto de investigación como cualquier otro » –, pone « el último resto de entusiasmo de su carrera » antes de « la indiferencia total, la repetición inane de la misma clase durante treinta años, los actos de despedida a uno y otro decano en el Paraninfo, la tranquilidad y la desgracia de saberse amparado por su estatus de funcionario y por una libertad de cátedra que no ejercía » y se pregunta « ¿Quién, en ese futuro lleno de vejámenes al pensamiento, de teléfonos celulares con más y más funciones, se molestaría por comprender la grandeza, la originalidad de su ensayo sobre Richard Foret? » (Saldaña París, 110). La traductora de Luiselli « trabajaba en una editorial pequeña que se dedicaba a rescatar “perlas extranjeras” que nadie compraba – porque al fin y al cabo estaban destinadas a una cultura insular donde la traducción se abomina por impura » (Luiselli, 11). En una entrevista, la autora opina que « la prosa de Owen es importante, pero no ha dejado de ser un escritor afantasmado, así que su obra es una gran ausencia en la literatura mexicana, un fantasma que no está presente en nuestras letras como merece » (Juan Carlos Talavera, 2013). Al académico de Villoro le interesan « los autores caprichosos, minoritarios, que pactan bien con el misterio » (Villoro, 42).

Si alguna decisión tomó fue la de restringir su campo de estudios, dominar el « archipiélago de soledades » que fue el grupo de Contemporáneos, saltar de isla en isla en un prefacio esquife, conquistar el prestigio de lo remoto, de los autores con dificultad de acceso, que en Europa no estaban a la moda ni a la vista, a los que había que peregrinar con auténtico fervor. Nanterre le dio esa opción de archipiélago distante y cartografía rara (Villoro, 42).

Existe el deseo de hacer justicia a esos autores ignorados, pero muy pronto se desvanece, por un lado porque los investigadores se dejan por vencidos frente a los obstáculos que se presentan y por otro lado porque no logran encontrar la forma de hacer corresponder su deseo de dar a conocer ciertos textos con la lógica comercial del mercado. En este sentido, estos personajes representan cierta guetoización del campo literario mexicano a finales del siglo XX y su fe en la literatura tiene algo de melancólico, como si estuvieran aislados del debate cultural – recordándonos el destino del discurso literario en México en el siglo, sea vinculado por la academia o el mundo editorial, desde cierta capacidad de dialogar con el poder que existía en los años 60 hasta la problemática institucionalización y atomización contemporánea5. Los protagonistas tienen la esperanza de descubrir un inédito, una teoría novedosa, algo decisivo y tienen que admitir que nada de eso va a manifestarse. « En mis pesquisas de biblioteca nunca di con nada importante ni revelador, pero le mentí a White. Le dije que había encontrado […] un original anónimo, torpemente mecanografiado y apenas legible, donde había una serie de traducciones comentadas de poemas de Owen » (Luiselli, 45) recuerda la narradora de Luiselli, mientras va colocando post-its con notas fragmentarias sobre la estancia de Owen en Harlem en las ramas secas de un árbol muerto que se llevó de la azotea del edificio dónde Owen vivió, reliquia imaginaria que en vez de dar frutos se mantiene en su inmovilidad melancólica de eterno otoño.

Pero aún así, pese a la falta de convicción de los investigadores y el fracaso anunciado de sus empresas, algo se narra en esos textos, que no es una imposibilidad absoluta de narrar, ni una ausencia de historia. No buscan ni encuentran nada nuevo y sin embargo van juntando los pedazos de improbables caminos, sobreponiendo las sombras del pasado a los vacios del presente, dándole voces a sus fantasmas literarios.

Saldaña París: Bartleby en el desierto

La novela de Saldaña París, En medio de extrañas víctimas (2013), entrelaza dos tramas que se van juntando poco a poco, creando el encuentro improbable entre un burócrata cultural sin gracia ni ánimo y un académico español desilusionado de visita en México. Las experiencias de los dos personajes dialogan en un juego alegórico que tematiza un enfrentamiento generacional y dos formas de relacionarse con el presente y la cuestión de la herencia. Marcelo Valente, el investigador, llega a México sobre los pasos de un oscuro escritor boxeador partícipe de las vanguardias artísticas de principios de siglo, inspirado por Arthur Cravan, desaparecido en el país después de una serie de extravagantes e improbables aventuras. El académico parece defender los principios ideológicos de su formación humanística:

Marcelo tenía una relación emocional con su objeto de estudio que lo hacía destacar entre otros profesores de filosofía. Mientras que algunos – la mayoría – se dedicaban a repetir con monocorde hastío los argumentos esbozados por cualquiera, Marcelo tenía la convicción de que el pensamiento podía utilizarse para saber algo sobre el mundo, aun cuando ese mundo fuera el acotado campo de la estética de las vanguardias (95).

Sin embargo, esas convicciones no hacen de él un héroe, aparece más bien como « un cretino con doctorado » (94), « una persona de posiciones firmes, pero arbitrarias » (109), una representación satírica del intelectual en impostor que mantiene posturas teóricas insostenibles. Cree en la posibilidad de darle sentido tanto a la historia como a su propia existencia, siempre y cuando este sentido corresponda a una imagen previa, sostenida por discursos y teorías que le permiten construir la ilusión de un sujeto céntrico: él es el centro de su propio mundo, falocentrista, ególatra, pedante. Está dispuesto a recuperar la autenticidad perdida, pero en otro lugar, en otro momento:

Y a pesar de que la lentitud y la opacidad y el tedio eran el estado emocional perpetuo e irremediable de Marcelo desde siempre, él tenía la sensación de que no siempre había sido así. Sospechaba que en algún momento toda la pantomima de su entusiasmo había sido sustentada por un sentimiento autentico. […] de la misma manera, intuía un fututo de intensidad creativa, siempre inminente, en el cual volvería a existir con entusiasmo y plenitud (149).

Rodrigo, hijo de activistas de los años 70, rechazando los principios de sus padres, renunció al riesgo, al sentimentalismo y a la lucha, no se percibe a sí mismo como un sujeto, es apenas un ser pensante, un fantasma abandonado, indiferente a su propio devenir y al porvenir del mundo. Su cuerpo y su gramática están alienados a la lógica burocrática, a la repetición infinita de manías absurdas. Vive en un presente sin pautas, sin otro ritmo que el retorno de lo mismo, fuera de la historia:

Los domingos no cuentan: consisten –estoy exagerando— en veinticuatro horas perdidas de las cuales no recordaré nada al día siguiente, y ese día siguiente, el lunes, marca el principio del reino de la inercia, cuya única función es llevarme suavemente, como flotando en una nube de certezas, hasta el sábado siguiente (19).

Por colmo de infortunio, Rodrigo trabaja en un museo, el lugar idóneo de la falsa memoria, donde las obras y las huellas del pasado son despojadas de lo que les quedaba de vida, se fosilizan y terminan en una lenta agonía: « ya con lo que se sabe sobre el mundo es más que suficiente, creo. Ahora lo que procede es administrar ese saber de forma tal que la gente sea feliz, o al menos de forma que no se sienta constante e irremediablemente desgraciada » (21). En contrapunto a esas dos trayectorias atrapadas en la alienación burocrática y la inercia, el relato de las aventuras del escritor de vanguardias sobre el cual lee Marcelo Valente, Richard Foret, da un respiro a la trama, como si de repente una borrasca entrase en el salón saturado de aire atascado.

En diciembre de 1917, Edmund Belafonte Desjardins, poeta y boxeador, jactancioso ladrón de joyas, embustero, marchante de arte, desertor múltiple, leñador australiano, indigente, campeón semipesado de Francia, retador canadiense en Atenas, exiliado ruso en Nueva York, polizonte, recolector adolescente de naranjas en California, exhibicionista, falso irlandés nacido en Lausane, pescador, conferenciante, director de una revista de cinco números, bailarín, dandi, profesor de boxeo en la calle Tacuba de la Ciudad de México, especialista en arte egipcio, bufón, amante, mentiroso, prestanombres de nadie y de sí mismo una y dos mil veces, sombra incógnita, testigo, personaje menor en un tiempo ahíto de grandes nombres, amigo, desgraciado, bruto, convenció a Beatrice Langley de reunirse con él en México, donde malvivía bajo el seudónimo que lo hiciera celebre y despreciado, a partes iguales, en los ambientes artísticos de Montmartre y Nueva York: Richard Foret (97).

Lo que define la existencia de Foret, en oposición a los otros personajes de la novela, es la posibilidad que tiene de actuar, de buscar circunstancias diferentes, aunque fracase en el intento6. Quizá se trate de la azarosa fuerza del destino, pero hay una búsqueda intencional de la aventura en la existencia del poeta, un deseo de reinventarse como lo demuestra su elección de seudónimo que transforma un tranquilo jardín (Desjardins) en un más enigmático y selvático bosque (Foret). Los otros protagonistas del libro en cambio no tienen acceso a la acción, incluso si se presentara la verían como una ilusión ingenua y absurda, como si ninguna aventura ya no fuera posible. Las vanguardias olvidadas sirven de modelo con el cual dialogar, una lección aprendida de Bolaño de quien Rafael Lemus dice con razón que trabaja con la « pulsión » o el « aliento vanguardista », como una estrategia que permite estar en tensión con ellas (Lemus, 2011: 89).

La relación de los personajes con la experiencia parece dibujar una decadencia más que una herencia desde el poeta aventurero, héroe fracasado en un mundo turbulento, pasando por el académico sobreviviente de los movimientos estudiantiles españoles de los años 80 a quien le quedan todavía algunas esperanzas de salvarse del tedio hasta el joven mexicano que llega a la edad adulta a principios del siglo XXI y que está resignado a vivir una vida de « hartazgo letal » (82) y asfixia. Los dos personajes se cruzan al final de la novela cuando están invitados por un norteamericano iluminado a participar en un experimento esotérico-artístico. Se trata de unas sesiones de hipnosis en las cuales los participantes, mediante la ingestión de la orina de una adolescente muy bella, llegan a un estado de conciencia modificado y se pasean en los registros de su memoria que « no tiene una estructura lineal sino más bien arbitraria » (251). La teoría del gringo consiste en sostener que entre las escenas de la memoria personal podían aparecer objetos ajenos, « fetiches hipnóticos » que no provienen del pasado sino del futuro. Al inventariar los fetiches encontrados, imagina que podría adivinar las formas del arte del futuro. La diferencia generacional aparece al final de la novela de una manera más crítica, al momento de revelar las intenciones de Marcelo y las de Rodrigo para participar en dicho experimento que remite de forma paródica a la experimentación surrealista.

No muy distintas debían de ser las razones de Marcelo Valente para embarcarse en tan inverosímil empresa. Eran hombres que, al cabo de un par de décadas consagrados a la docencia, necesitaban una nueva relación con el mundo, un espejismo de juventud y delirio que amilanaba sus insatisfacciones mientras la disfunción eréctil ganaba terreno y los despojaba de una vez por todas de su hambre de Historia – pues es sabido que la Historia es una aspiración fálica, vetada a los eunucos y a la que las mujeres acceden de un modo totalmente distinto, mucho más intelectual y temperado, mientras que los hombres aporrean totémicos tambores en torno suyo –.
Las motivaciones de Rodrigo, por su parte, eran más claras. Le valía un carajo el futuro del arte, la sensación de poder que quizás le reportaría la capacidad de hipnotizar a otros […]. No necesitaba, exactamente, sentirse más vivo, ni ganarle al tiempo a una batalla idiota que todos hemos perdido de antemano. No. Lo que Rodrigo quería era seguir oliendo a Micaela un rato más, por lo pronto (287).

Marcelo busca voluntad y poder en la conquista de un objeto simbólico, mientras Rodrigo, cuya individualidad nunca percibió, está empezando a existir en el despertar de su cuerpo. « Rodrigo también quiere cultivar su jardín, pero no lo ha encontrado, como no sea ese terreno plagado de abrojos donde una gallina escarba de día y de noche buscando gusanos » (282). A pesar del carácter obviamente absurdo y satírico de las sesiones de hipnosis, sirven de rito de iniciación a los dos protagonistas para salir de las vías sin salida dónde se encuentran. Marcelo aprende algo de su estancia en el desierto, aprende a cambiar el ángulo de su mirada sobre las cosas y al mismo tiempo, el tema de su investigación va cambiando:

No le interesaba ya tanto la misteriosa desaparición del boxeador y poeta, sino la pervivencia de Bea después de ese evento. […] Beatrice Langley encarna un drama más íntimo, menos espectacular, si se quiere, que el de su desaparecido esposo, pero no por ello menos intenso. La vida de Foret es materia para una película; la de Langley, para una novela que en vez de terminar con bombo y platillo va desdibujándose durante cientos de páginas hasta que la tinta comienza a atenuarse y se vuelve ilegible (281).

La novela parece concluir sobre el rechazo a la vez de la inmovilidad y de la nostalgia de tiempos mejores con una capacidad renovada de acoger lo que viene como algo misterioso gracias a la decisión de entregarse a una percepción más irracional y menos cínica. Olvidar a Richard Foret pero recuperar algo de la energía vital que lo movía para integrarla al tiempo presente.

Valeria Luiselli: fantasmas entre la multitud

Dos historias cruzadas componen también Los ingrávidos: la de una traductora mexicana que pasó en Nueva York parte de su juventud y la de Gilberto Owen, el poeta mexicano que vivió en Harlem en los años 20. La traductora narra, en un intento de novela fragmentaria, entre sus hijos pequeños muy demandantes y un esposo celoso que espía lo que escribe, desde un presente de enajenación y opresión, el encuentro que tuvo con el fantasma de Owen en una época de su vida más libre en la que buscaba en los libros de las bibliotecas hispanas autores a traducir para una editorial pequeña. Los recuerdos, reales e imaginarios, de la traductora se mezclan poco a poco con la voz de Owen contando sus días en la ciudad en primera persona y en tiempo presente, como si se tratara de un diario.

En su época neoyorkina, Owen tenía un trabajo de burócrata y la rutina, a la cual se añadía el anonimato de la migración y una tendencia a la depresión, lo condujeron a percibirse como un don nadie, un fantasma que iba desapareciendo poco a poco. Y, como dice el epígrafe de la novela, una cita de la Cábala: “!Ten cuidado¡ Si juegas al fantasma, en uno te conviertes”.

Nota: Owen se pesaba todos los días antes de subirse al metro. Había una báscula en la estación de la calle 116, que le devolvía la certeza de que se estaba desintegrando (47).

Recuerda la bella imagen que usa Antonio José Ponte para hablar de José Martí en su exilio neoyorkino, la de un hombre arrastrando un enorme abrigo, lleno de aire, emblema de su errar sin rumbo en un lugar ajeno (José Ponte, 105-123). En una época que la historia pasaría a percibir como llena de creatividad, Owen pasa al lado de sus contemporáneos sin enterarse de lo que hacen:

Lorca estaba escribiendo Poeta en Nueva York. A una pocas cuadras de ahí, Zukofsky empezaba su poema « A». Poco más al norte, Duke Ellington tocaba en el club de « México ». Pero, por lo que dejó escrito sobre esa etapa, da la impresión que Owen odiaba Nueva York y vivía más bien aislado de todo aquello (51).

« En todas las novelas falta algo o alguien. En esa novela no hay nadie. Nadie salvo un fantasma que a veces veía en el metro » (73) escribe la narradora.

El título del libro en inglés es Faces in the crowd, en referencia a un poema de Ezra Pound, y remite a los rostros que aparecen y desaparecen detrás de los vidrios de los trenes en el metro, a la fragilidad, la fugacidad y la trágica belleza de esos instantes en los cuales uno tiene la sensación de cruzar una mirada, cuando de repente la composición de líneas ya no es indiferente o extraña sino que significa algo, se transforma en rostro, y uno tiene la sensación de haber visto a alguien y de haber sido reconocido, a su vez, como un semejante. Esos momentos de percepción de la propia existencia son todavía más valorados en la experiencia de personajes que viven en soledades extremas, en medio de la multitud, y que, la mayor parte del tiempo, tienen la sensación de no estar presentes, de no pertenecer, de disolverse en el anonimato. Las epifanías del texto corresponden a momentos de ese tipo, cuando el fantasma de Owen y el fantasma de la narradora, dos seres ingrávidos, se encuentran y se reconocen uno a otro, identifican un rostro en la multitud y adquieren por unos segundos la gravedad que los atrae hacia la tierra y les otorga realidad.

Quizá ella me buscaba a mí entre la multitud de subgüeyes y sólo sentía que su imbécil jornada había valido la pena después de haberme visto, aunque en un destello (123).

Este título, faces in the crowd, hace referencia a la letra del poema « In a station of the metro » pero también a su composición que revela algo de la ambición de Luiselli al escribir Los ingrávidos:

Sacó una libreta y empezó a tomar notas. Esa misma noche, en un diner al sur de la ciudad, terminó un poema de trescientos versos. Al día siguiente lo releyó y le pareció demasiado largo. Volvió todos los días a la misma estación, a la misma columna, para podar, cortar, mutilar el poema. Debía ser igual de breve que la aparición de su amigo muerto, igual de estremecedor. Desaparecer todo para hacer aparecer un solo rostro. Después de un mes de trabajo, sobrevivieron dos versos: The apparition of those faces in the crowd; / Petals on a wet black bough (23-24).

Los versos son sobrevivientes, últimos testigos de una emoción que el lenguaje no logra circunscribir y a la cual sólo puede aludir poéticamente.

La narradora ve en la figura de Owen una representación de sí misma, fantasma entre los vivos, capaz de percibir presencias espectrales porque tiene una relación de cercanía con la muerte:

me gustaban los cementerios, los parques y las azoteas de los edificios, pero sobre todo los cementerios. De algún modo, vivía en un estado perpetuo de comunión con los muertos. Pero no de una manera sórdida. En cambio los vivos que me rodeaban eran sórdidos. […] Los muertos y yo, no. Había leído a Quevedo e interiorizado como una plegaria, de un modo quizás demasiado literal, eso de vivir en conversación con los difuntos (19-20).

La investigación del pasado de Owen, la identificación con lugares u objetos fetiches que podrían haberlo rodeado acompañan a la narradora en su proceso de cohabitación con el fantasma, hasta que termina por sentirse « habitada por otra posible vida que no era la [suya], pero que bastaba imaginar para abandonarse a ella por completo » (33). Esta percepción de sí misma como una casa tomada no la dejará e incluso al momento de escribir los hechos, años después, sigue percibiéndose como si pudiera ser otra (« a veces me parece que mi cama no es mi cama, ni estas manos mis manos », 33).

Cuando la narradora le cuenta al editor que Owen pasó al lado de los movimientos culturales de la época, que « es probable que apenas se haya cruzado una o dos veces con Lorca, ninguna con Zukowsky, y que nunca haya visto tocar a Duke Ellington » (51), éste le hace una pregunta que interrumpe su lamento:

¿Y qué si no? […]
¿Qué importa que no haya conocido a Lorca o escuchado a Duke Ellinton?
Supongo que nada, pero nomás te estoy contando.
Exacto, y eso es lo que importa (id.).

El editor, a quien la traductora está engañando aquí con la falsa promesa de un inédito, tiene una perspectiva positivista, pensando que la narración es capaz de redimir, de salvar las almas muertas no de la muerte sino de algo peor que es el olvido. Sin embargo, a lo largo del texto, la postura de la narradora nos hace dudar de esta fe en el lenguaje. Hacía el final de la novela, Owen, que siente que se está « borrando » (140), pregunta a su amigo, el ciego Homer,

¿Las palabras se van desvaneciendo también?
¿A qué se refiere?
Si usted lleva diez años sin ver un árbol, ¿tiene sentido la palabra « árbol »?
¿Cuánto tiempo lleva usted sin acostarse con una mujer?
Un rato.

¿Y ya no se acuerda?
¿De qué?
Pues de cómo.
No, sí.
Pues es igual (142).

No. Sí. Algo se queda, algo se va. Las palabras siguen significando algo, aunque la ausencia de su referente las transforme en voces fantasmales, en anunciadoras de lo que se perdió y lo que se perderá, en embajadoras de la muerte siempre cercana.

La traductora termina confesando la trampa, huye de Nueva York, desaparece. Sin embargo, años más tarde, desde un presente todavía más asfixiante que el pasado de Nueva York, encuentra la fuerza de seguir adelante con los recuerdos del fantasma. Le inventa una amistad con Lorca y Zukofsky, una noche inolvidable escuchando tocar a Ellington en una ciudad llena de vida. Recuerda o imagina o alucina sus últimos días en la soledad y la ceguera y lo acompaña como para sepultarlo debajo de sus palabras, mientras se cubre el rostro con su saco. Parece cumplir con el programa que indica Ricoeur al final de su trabajo sobre la memoria y el olvido, la escritura como rito de duelo y despido de los difuntos:

À première vue, la représentation du passé comme royaume des morts paraît condamner l’histoire à n’offrir à la lecture qu’un théâtre d’ombres, agitées par des survivants en sursis de mise à mort. Reste une issue : tenir l’opération historiographique pour l’équivalent scripturaire du rite social de la mise au tombeau, de la sépulture (Ricœur, 2000 : 476)7.

Juan Villoro : el dios oculto

El personaje principal de Villoro en El testigo, Julio Valdivieso, de regreso al México de la fallida transición democrática después de 24 años pasados en universidades europeas, lleva a la vez tres investigaciones: una búsqueda personal, sobre su propio pasado y el de su familia, una investigación sobre el poeta Ramón López Velarde y una pesquisa histórica sobre un pasaje olvidado de la historia mexicana, la cristiada. Pero todas esas inmersiones en varias capas del pasado se hacen un poco a su pesar, como si lo que quisiera no fuera entender mejor lo que pasó sino más bien poder deshacerse del peso del pasado.

Para Valdivieso, es muy obvio que hacer un trabajo de memoria es indagar en lo que ocurrió pero siempre a la vez interpretar y representarlo, es decir manipularlo. Sabe por experiencia que no existe neutralidad en el arte de narrar. Sabe cuánto el pasado personal se transforma en los relatos que se hacen dentro del círculo de la familia y de los amigos. Es el doloroso testigo de las consecuencias de sus secretos y mentiras, de las cosas que se saben y las que se ignoran y de la influencia de esos relatos sobre la construcción de la identidad. La historia de López Velarde y la persecución de los cristeros son objetos de la investigación del protagonista en los archivos pero a la vez se transforman rápidamente en la materia prima de una telenovela, como si la recuperación de los datos para un uso oportunista fuera siempre contigua a la búsqueda de la verdad. « La historia no es lo que sucede, es el remedio que aceptamos para la realidad » dice el encargado de la telenovela, sin carecer de cierto cinismo, ya que busca justamente manipular y aprovechar el remedio en cuestión.

Julio Valdivieso es invitado a participar en una operación de publicidad literaria: su tío y su amigo el cura Monteverde, originarios de San Luis Potosí, la misma región de donde venía López Velarde, quieren reivindicar la estrecha relación del poeta con la fe cristiana al demostrar que realizó varios milagros, y quieren traer el caso hasta el vaticano. La canonización posible de López Velarde, más allá de su aspecto estrafalario y su resonancia espiritual, remite a la construcción subjetiva de la memoria histórica. Los mitos terminan figurando al lado de los hechos en la memoria colectiva, como esa casa que Neruda atribuye por error a López Velarde:

la leyenda se preservaba en esa mentira de estatuas que tomaban el sol. El mito crecía como las enredaderas en la presunta casona de Coyoacán, sobre muros falsos que importaban cada vez menos; el follaje, terco, renovado, los cubría hasta lograr que no hubiera otra realidad que la de esas hojas, siempre a punto de ser otras (191).

Revalorizar la memoria de un autor, celebrar un centenario, ignorar otro, son operaciones ideológicas que nos dicen tanto sobre el autor en cuestión como sobre la sociedad que se reclama de él o lo rechaza, sobre el tipo de historias que esta sociedad quiere contarse a sí misma sobre su pasado. Basta recordar la discusión del año 2011 en Francia cuando, al momento de planear las celebraciones culturales del año, el ministerio de la cultura decidió olvidar las celebraciones posibles de la obra de Céline, aunque fuera unánimemente reconocido como uno de los más grandes escritores franceses del siglo XX porque las orientaciones políticas e ideológicas de este autor racista, antisemita, etc. le daban una imagen demasiado abyecta para merecer tantos honores8. Es a esa operación de inevitable orientación que se refiere Villoro cuando dice que lo que le interesa es la tensión entre los hechos reales y su interpretación por la ficción: lograr que prevalga una nueva interpretación de los hechos sería equivalente a cambiar los hechos mismos. Pero nunca es fácil, ya que la interpretación entra en una lucha de poder contra otras visiones, como se escenifica más adelante en la novela cuando el protagonista está invitado a una tertulia de un grupo ateo que defiende la tesis opuesta sobre López Velarde.

En cuanto al protagonista principal, parece que no logra decidirse por una versión u otra. Es un investigador pasivo, la información llega a él sin que tenga que buscarla e incluso parece a veces que no le interesa saber demasiado. Julio Valdivieso se define desde las primeras páginas de la novela como alguien que no puede olvidar lo que perdió. Se fue del país después de ser abandonado por su amada, la prima Nieves con quien llevaba una relación prohibida y con quien iba a huir:

ella faltó a la cita y lo convirtió en la persona que se definiría por esa cancelación (39).

Después de su separación, Nieves se convirtió para él en el reverso de las cosas, donde nada ocurre y todo importa, la oportunidad que perdió y no podía olvidar. […] nunca haría nada tan definitivo como no estar con ella (91).

Sin embargo el abandono no es lo único que quisiera olvidar, al recordar su infancia y adolescencia, Valdivieso repasa las etapas de una vida marcada por la culpa. Su pasado no se manifiesta con la violencia de un evento traumático, sino más bien con una ambigua mezcla de traición y de mentiras a medias. Para recordarlo, Julio oscila entre la autocompasión, la nostalgia y el deseo de ser castigado. La memoria es para él sinónimo de dolor y de culpa y se impone de forma incontrolable. El olvido es su aliado. « El único orgullo de Julio es el olvido. No quiere ver ni recordar » (214) dice el profético Centollo en la grabadora de su amigo. Es un personaje que podría pasar por el típico profesor ocupado en sus temas de investigación, un poco ausente en la vida cotidiana porque vive en el mundo alterno de sus lecturas. Hasta su esposa ve en él un entrañable soñador. Pero es distraído porque su mente está en otra parte, una parte que su mujer intuye sin conocerla muy bien.

En los ojos de Julio vio el culto a la muerte y la vigencia de los espectros. […] Julio no podía cortarse las uñas sin olvidar alguna. Días después, descubría que el índice o el meñique no habían pasado por la poda. A esa uña absuelta le decía el Testigo (39-40).

La imposibilidad de olvidar su pasado lo arraigó a su tierra de origen a lo largo de los 24 años de su exilio: « en la medida en que custodiaba este secreto, su estancia, por más larga que fuera, mantenía su aire provisional » (42). Otro Bartleby perdido en la academia, un hombre que vive de manera negativa, en la sombra de lo que no ha podido ser. Incluso, aprenderemos más tarde, es un impostor – copió una tesis de doctorado para poderse titular a tiempo e irse a Italia con una beca de estudios. Eso tampoco lo puede olvidar. En su último día en la universidad en México, mientras acaricia el sobre que contiene la carta de aceptación de la universidad de Florencia, una escena atrae su atención y fija para él este momento y todos lo que lo llevaron a exiliarse: un perro moribundo se lame las heridas frente al edificio de Rectoría, « pasara lo que pasara, fuera donde fuera, sería el que estudió en esa lejana orilla. Nada lo curaría de esa miseria. Aunque lograra escapar se llevaría consigo el dolor y la inmundicia » (71). Sin embargo, nadie más sabe del plagio y él mismo olvida el nombre del autor de la tesis, « la desmemoria lo perdonaba y protegía » (73). Piensa a veces que podría revelar sus secretos, « a veces, en los impulsos confesionales que sentía después de hacer el amor » (201) pero no lo hace, convencido poco a poco que la verdad nunca saldrá a la luz y que su versión será la realidad: « La evocación de Neruda le llegó como el follaje de la enredadera que ya no permitía ver el muro, no había otra realidad que la de esas hojas » (202).

Sin embargo, al emprender el viaje de retorno, se adentra en una tormenta de la cual no podrá escapar: « Desde su regreso a México, el pasado fluía hacia adelante y la vida fluía hacia atrás. Demasiadas cuentas pendientes. El cambio, del que tanto habló en París con Jean-Pierre, parecía una cripta mal cerrada » (265). Como en la novela de Saldaña París, es el traslado de la ciudad al campo que permite llegar al reverso de las cosas, el desierto siendo todavía el paisaje rulfiano de onirismo y muerte dónde los fantasmas del presente cruzan los del pasado. En el campo, el tiempo pasa de una manera distinta: « no estaba ante un pasado inerte sino ante un pasado actual, en tensión » (77).

En la vida de Valdivieso, nada puede mantenerse oculto porque siempre hay un testigo, como los perros inmóviles de los poemas de López Velarde:

los perros surgen como incómodos testigos en la noche; no representan la compañía solidaria que por lo general se les atribuye; sus ojos fijan los hechos y así los trastornan: si la escena no fuera vista, los protagonistas serían menos culpables. Ocultos, ubicuos, intrusos, los perros impiden secretos de nocturnidad. El testigo que ladra está de más (205).

El testigo, los otros, impiden el olvido: « Florinda amó y pecó y quiso que su perro la viera desde el buró, el testigo la obligaba a recordar » (429). Y por la misma operación, los testigos impiden la redención. « El infierno son los otros », dice Félix Rovirosa, citando a Sartre, en una conversación alcoholizada en una discoteca, hablando de la victimización perpetua de los mexicanos, « nos han jodido. […] ¿Quiénes nos han jodido? […] lo otros » (176-177). Más adelante, cuando se da cuenta que lo vigilan, Valdivieso expresa la misma sensación de estar siempre vigilado, juzgado y condenado por la mirada ajena: « “Un paraíso repleto de ojos.” ¿Dónde había leído eso? ¿Había mejor descripción del infierno? » (369). Los ojos son los del estado policial que tiene espías en todas partes pero también los de las cámaras de video y también los de los invisibles que parecen no ver ni escuchar pero que registran todo. Hay una serie de criadas en la novela que representan esos ojos subalternos que terminan por contar lo que han visto. El tema vuelve una y otra vez, siempre con más precisión: es la mirada de los otros que pesa sobre los personajes como una condena. Siempre alguien se entera (que Julio y Nieves mantuvieron una relación incestuosa a escondidas, que Julio ha plagiado la tesis, que los cristeros también torturaron mártires) y habla, da testimonio (real o falso, como el que Julio tiene que dar a sus familiares para inventar una culpa a su tía Carola y alejarla de la familia). El testigo usa lo que ha visto o creído ver para hacer justicia o deshacerla.

El testigo, como el investigador y el historiador o el traductor es un intérprete que hace circular las palabras para completar un vacio. Hay una cadena que une las voces y que fabrica una versión colectiva de los hechos que se interpone a la incertidumbre en relación a lo que realmente pasó. El sacerdote Monteverde, el interlocutor privilegiado de Valdivieso en su investigación sobre López Velarde, es quien hace el puente entre la interpretación y la fe y cambia el curso de la novela:

¿Se ha preguntado por qué Jesús resucitó ante unos cuantos? Si lo hubiera hecho ante todos, en forma categórica, no habría dudas del prodigio. Escogió a unos cuantos testigos. ¿Por qué? […] Me interesa mucho la idea del dios oculto. Jesús no se hace evidente, no para todos, así convierte la fe en algo especulativo: « Bienaventurados los que creen sin haber visto. » Ese ocultamiento es lo que da fuerza a la libertad de creer, ante la falta de una certeza absoluta, podemos tener fe o no tenerla, debemos elegir. Sería muy fácil creer lo obvio (273).

Esta imagen del dios oculto puede ser aplicada a la historia literaria, y termina por convencer a Valdivieso de la inutilidad de divulgar la obra de López Velarde o la historia de los cristeros en los medios de comunicación masivos:

« Los que piden claridad literaria piden, realmente, una moderación de la luz », había escrito López Velarde. […] Monteverde tenía razón: ciertas ideas ganaban fuerzas con el convencimiento de unos pocos, los suficientes para luchar con denuedo por una causa, pero nunca tantos como para banalizarla. (363)

– Hay quienes dicen que Juan Pablo II es la mezcla de la edad Media y la televisión. Dos pilares equivocados. Ahora, la mejor forma de divulgar una verdad, una verdad fuerte, resistente, es esconderla, guardarla hasta que encuentre su propio espacio y estalle. La propaganda sirve de muy poco. Su amigo Félix es un vendedor de espejos, nada más (401).

Al final de la novela, Valdivieso abandona su familia, se entrega al desierto y quema el archivo:

Las palabras ardían ante los ojos de Julio; si alguna valía la pena regresaría por otro sitio, con la fuerza del secreto. ¿No fue eso lo que dijo Monteverde? Las revelaciones no se notaban en tiempos de exhibicionismo, había que esconderlas para darles fuerza, ocultarlas, pasar la página. « Una piedra encima », recordó el italianismo de Paola. La figura del testigo que se borra, se hace humo (466).

¿Brote de sabiduría o más bien aceptación de la derrota, renuncia del intelectual frente a la catástrofe del mundo contemporáneo y a su propia inutilidad? El gesto final de Valdivieso firma una cierta desaparición, como si la etapa siguiente, el paso que abre al futuro, fuera dejar atrás lo que no se pudo entender. Sin embargo para llegar ahí el camino ha sido una exploración de las ruinas, una reconstitución de los hechos y el proyecto de la novela misma parece contradecir su desenlace.

De las alegorías de la derrota al duelo del sentido

En un trabajo sobre la novela histórica en Latinoamérica de los años 70 a los últimos años del siglo, Carlos Pacheco dice que la exploración del pasado se ha vuelto una estructura central cuyo principal rasgo es el duelo de la verdad histórica:

En tan diversas novelas, la práctica metaficcional exhibe una pluralidad de manifestaciones y de valoración del trabajo de los « exploradores del pasado » […]. Lo cierto es que se produce en todas ellas una suerte de utopía inversa, que no mira hacia adelante sino hacia atrás, donde no es el futuro sino el pasado lo que aparece en definitiva como inalcanzable, donde es el acceso a « lo que realmente sucedió » el que está vedado. Desde la ficción, esta historia llega a ser entonces disidente, pero no tanto o sólo por presentarnos versiones alternas respecto de las consabidas, sino sobre todo por su potencia deconstructiva y cuestionadora, capaz de mostrar el pasado como esa quimera retrospectiva que inventamos, para preguntarnos tenazmente quiénes somos (Pacheco, 2001).

La cuestión de la representación del pasado en un contexto de ultra conciencia de las condiciones de emisión de cualquier mensaje remite a las relaciones de poder en juego en la construcción del discurso. La historia, ¿por quién? ¿para quién? es una pregunta que vuelve una y otra vez en las ficciones de nuestro principio de siglo y que aleja cada vez más lejos la posibilidad de hallar la verdad. La representación tiene que ver con la memoria y el olvido pero también con el simulacro y el secreto, una mezcla de fuerzas conscientes e inconscientes, intencionales e involuntarias, de tal manera que los eventos no son como son sino como aparecen. O, como lo formula en otros términos Ricardo Piglia, « es en la cultura de masas donde la distinción entre ficción y verdad se ha perdido » (Piglia, 2001).

Idelber Avelar describió en Alegorias de la derrota el paradigma de las novelas postdictatoriales del cono sur como el reto de narrar lo que no se puede narrar al inscribir la escritura en el imposible duelo de las víctimas del trauma. La cuestión central de esas ficciones, a la vez estética y política, es: ¿Cómo contar lo que no se puede contar? ¿Cómo hacer que la narración se encargue del pasado sin traicionar la verdad de los que han sido sepultados en él? La respuesta a esas preguntas es una serie de relatos, una forma. La predominancia del modo alegórico permite a la ficción designar su horizonte de deseo, esta verdad imposible, esta justicia imposible que tendría lugar en otra parte9. Se trata de resistir contra el olvido pasivo instituido por los regímenes postditatoriales y a la vez de entender la literatura postdictatorial como manifestación de una derrota. Estos proyectos estéticos se oponen al afán totalizador del Boom no simplemente a la manera de una rebelión contra los padres sino más que todo en razón del fracaso de la empresa intelectual que inspiraba sus obras. La tarea de la ficción ya no era entonces ser la piedra fundacional de una identidad latinoamericana o siquiera personal sino de crear un espacio de subversión, de lucha contra las formas de opresión a nivel discursivo y a nivel imaginario:

Postdictatorial literature bears witness to this will to reminisce. In different forms, it draws the present’s attention to everything that was left unaccomplished in the past, recalling the present to its status as a product of a past catastrophe, of the past as a catastrophe. As such, postdictatorial literature has an untimely vocation in the Nietzschean sense, ‘acting counter to our time and thereby acting on our time and, let us hope, for the benefit of a time to come’. In the very market that submits the past to the immediacy of the present, mournful literature will search for those fragments and ruins-remainders of the market’s substitutive operation-that can trigger the untimely eruption of the past in the present (Avelar, 1999: 205).

Parece ser que el surgimiento de lo intempestivo sigue siendo problemático en un presente dominado por la alienación. En las tres novelas estudiadas en este ensayo, la búsqueda histórica es puesta en abismo dentro de una red intricada de otras búsquedas, lo íntimo mezclado con lo público, el pensamiento interrumpido a cada momento por un presente prosaico e invasivo. Los narradores o personajes centrales escriben desde un momento al cual no parecen pertenecer del todo y no pueden dar sentido, y buscan en el pasado un modelo del cual agarrarse como a una tabla en medio del naufrago.

Estas narraciones son herederas de una tradición de denuncia de la amnesia o el olvido pasivo que se consolidó en las literaturas de las postdictaduras y sin embargo ya no buscan subvertir el discurso de la historia oficial o dominante sino más bien explorar zonas marginales del pasado. El pasado no es aquí como en las ficciones de Bolaño o Piglia el lugar de una verdad escondida, dolorosa, un misterio a resolver que alumbraría el presente sino una bruma confusa a punto de extinguirse. El detective literario no es un personaje de la denuncia, aunque su papel sea de resistir a la aniquilación de la memoria por la imposición de una versión univoca del relato histórico.

Lo que opone esas ficciones a las poéticas de las vanguardias de principio de siglo sobre las cuales reflexionan es la desaparición del motivo de la ruptura. La literatura, al momento de perder su papel subversivo ya no tiene lugar propio. Y de alguna manera al no estar en ninguna parte, está en todas partes, a la manera que Rancière describe el régimen de circulación de las palabras en el sistema de Borges:

La imaginación estéril es la del sueño que nadie más puede soñar. […] Lo que Borges le opone a la repetición infinita de la copia es la reversibilidad infinita de las posiciones del soñador y del soñado, la repetición igualmente infinita del sueño en el que el libro debe disolverse para cumplir su promesa de ser mundo (Rancière, 214-215).

El soñador soñado es la estructura de las novelas de Saldaña París y de Luiselli, y podríamos decir también que el lector leído determina la forma de la novela de Villoro. La relación que establecen esas ficciones con sus propios lectores, que no deja de ser problemática ya que parece proscribir cualquier posibilidad de redención por la literatura, deriva de esta política: son invitaciones a dialogar con los espectros que deambulan en nuestro presente y a enfrentarnos a sus incomodas presencias.

1 Cuando empecé este trabajo pensaba incluir un análisis de la novela El comienzo de la primavera del argentino Patricio Pron. Su estructura

2 El cuestionamiento que desarrollo en este ensayo va en torno a figuras de lectores, o dicho de otra manera busca identificar dentro de la ficción

3 Otro texto que se podría incluir en un estudio más largo sería Las teorías salvajes de la argentina Pola Oloixarac (2008), una novela que trabaja

4 « De no olvidar que sin la facultad de olvido no seríamos más que archivos memoriales en todo y por todo, tan saturados por la omnisciencia del

5 Para un estudio de la formación del campo literario en México en el siglo XX, y de las complejas relaciones entre éste y el discurso hegemónico

6 El autor declara que lo fascinan las vanguardias estéticas que tienen « muchos personajes que son artistas pero a la vez son hombres de acción

7 « A primera vista, la representación del pasado como reino de la muerte parece condenar la historia a no ofrecer a la lectura sino un teatro de

8 Voir Henri Godard, Le Monde, 24 janvier 2011.

9 En otro texto, Avelar precisa que « el concepto de alegoría subraya tres hechos fundamentales: 1) la primacía de la ruina y del fragmento, o del

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Notes

1 Cuando empecé este trabajo pensaba incluir un análisis de la novela El comienzo de la primavera del argentino Patricio Pron. Su estructura narrativa es muy similar a la de las tres que estudiaré aquí, el cruce de dos líneas narrativas, una siendo la del investigador literario, en este caso un estudiante que quiere traducir la obra de un oscuro autor alemán y la otra siendo el pasado de dicho autor y de los que lo rodearon. Parte de las problemáticas que aborda son similares a las de las novelas mencionadas: la dificultad de encontrar un sentido en un presente percibido como alienado y gris, la sensación de marginalidad que acompaña el académico en su indagación del pasado, etc. Encontramos en la novela de Pron otra tentativa de descifrar las huellas del pasado en el presente como presencia espectral y disruptiva: “y el pasado es lo único que no se puede mostrar ni se puede decir: sólo se puede arrastrar con nosotros, perplejos ante el hecho de que se trata de una herencia que nos hemos legado a nosotros mismos, sin atinar a comprender en qué momento se desbarata para ser sólo presente, y cómo lo que creíamos pasado reaparece en ese instante que llamamos presente como una discontinuidad” (Pron, 2008, 229). Sin embargo, la cuestión de la memoria histórica es tratada de manera distinta por Pron. La investigación literaria es aquí la expresión de una inquietud acerca de una amnesia histórica y llega a revelar una culpa generalizada, una búsqueda de justicia y de lucha contra el olvido que es mucho más marcada que en las novelas mexicanas, en las cuales, como veremos, los detectives no rechazan el olvido sino que tienen al respecto una actitud mucho más ambigua.

2 El cuestionamiento que desarrollo en este ensayo va en torno a figuras de lectores, o dicho de otra manera busca identificar dentro de la ficción el arte de la interpretación. Esas figuras no coinciden exactamente con las de los intelectuales que son también lectores pero que encarnan la relación del creador con la sociedad, la tarea de representar (ver Berenice Villagómez, 2012, 84-113).

3 Otro texto que se podría incluir en un estudio más largo sería Las teorías salvajes de la argentina Pola Oloixarac (2008), una novela que trabaja la cuestión de la interpretación de manera satírica, jugando con los códigos de la novela de campus para subvertirlo de manera extrema. No la incluí en este estudio que se centra sobre textos de melancolía y duda de las capacidades del lenguaje, porque propone otra salida posible frente al naufragio del intelectual en la sociedad de mercado : la de cierta naturalización de las condiciones de la alienación contemporánea a la par de una apropiación y desviación de esas a partir del collage, el juego, la irreverencia, la erotización.

4 « De no olvidar que sin la facultad de olvido no seríamos más que archivos memoriales en todo y por todo, tan saturados por la omnisciencia del pasado que no quedaría en nuestras zonas de almacenamiento neuronal ningún espacio libre para pensar en vivir lo que sigue. »

5 Para un estudio de la formación del campo literario en México en el siglo XX, y de las complejas relaciones entre éste y el discurso hegemónico construido por el Estado, véase Ignacio Sánchez Prado, Naciones intelectuales. Las fundaciones de la modernidad literaria mexicana (1917-1959), Purdue University Press, 2009.

6 El autor declara que lo fascinan las vanguardias estéticas que tienen « muchos personajes que son artistas pero a la vez son hombres de acción, involucrados en la vida pública, en la vida política, a veces de maneras muy extravagantes como en el caso de Richard Foret. Quizás es un poco mi pecado idealizar a las vanguardias, pero me gustaba contraponerlo a esa grisura del momento presente » (Carreño, 2014).

7 « A primera vista, la representación del pasado como reino de la muerte parece condenar la historia a no ofrecer a la lectura sino un teatro de sombras agitadas por sobrevivientes condenados a muerte. Queda una salida: considerar la operación historiográfica como el equivalente escritural del rito social del entierro, la sepultura. »

8 Voir Henri Godard, Le Monde, 24 janvier 2011.

9 En otro texto, Avelar precisa que « el concepto de alegoría subraya tres hechos fundamentales: 1) la primacía de la ruina y del fragmento, o del fragmento en cuanto ruina ; 2) las conexiones entre narrativa y muerte; 3) la centralidad que adquieren la pérdida, el límite, la imposibilidad » (Avelar, 1995: 422).

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Neige SINNO, « Investigaciones literarias en la narrativa mexicana contemporánea », K@iros [En ligne], 2 | 2017, mis en ligne le 26 mars 2017, consulté le 20 avril 2024. URL : http://revues-msh.uca.fr/kairos/index.php?id=303

Auteur

Neige SINNO

Universidad Nacional Autonóma, México

Droits d'auteur

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